El estudiante de la historia caribeña puede notar, a través de las décadas, un desfile de personajes manchando las hojas de los libros. Estos personajes chorrean por entre los escondrijos más recónditos de nuestra historia, anegando las fabricadas leyendas heroicas con su particular tipo de vileza. Estos personajes son lo que en el colorido coloquio de esta región se denominan cabrones. Los hay de mucha y poca monta, y muestran una continuidad sorprendente a través de los siglos. Se podría decir que desde que las Antillas son habitadas por el hombre, ha residido en ellas un vetusto y espléndido linaje de cabrones. Este linaje ha encontrado un hogar acogedor entre nuestra usual languidez caribeña. Aún hoy, siglos después de su nacimiento, en nuestra cultura predomina el cabrón oportuno, embaucador de naciones enteras con sonrisa en la boca y séquito de secuaces rodando por entre las piernas.
¿Cómo es que estas criaturas tan crueles logran ennoblecer sus apellidos y enriquecer sus casas a costa de poblaciones enteras sin ser echados a tierra como los gusanos que son?
Esta pregunta, no es de difícil respuesta pero sí requiere una elaboración que va más allá de mi propósito con estas brevísimas disertaciones. Simplemente expondré una opinión (la mía), la cual tendrá que ser escrutada por usted, amado lector.
Primero quiero advertir que, a diferencia de un previo artículo escrito por mi, aquí no habrá lista alguna. Las listas son populares pero quitan seriedad. Y, como ya sabrán unos veinte mil de ustedes, las listas son cosa de mamaguebos.
Pero hoy hablamos de cabrones. Para entender al cabrón hay que entender su entorno. El entorno de preferencia es un lugar de aire frio, como la cima del Pico Duarte, el asiento de atrás de un vehículo todo terreno, o un asiento en la Cámara del Senado. Estos lugares le brindan al cabrón promedio una posición de altura desde la cual vigilar a sus víctimas. Tal cual un ave de rapiña, el cabrón solo se desmonta de su elevado nido para regodearse sobre la presa herida de muerte, antes de devorarla completa.
Lo verdaderamente interesante es como logra que la presa se mantenga dócil, aún ante la inminencia de su ataque. A diferencia de otras criaturas, el cabrón no se esconde. Todo lo contrario: el cabrón despliega su rostro y nombre para ser visto por todos, a todo momento. Inunda los medios y las mentes de sus víctimas con la idea de que es a través de este rostro que se logran cumplir las necesidades básicas de una población. ¿Necesita usted recibir agua? Este cabrón le traerá un camión lleno. ¿No hay escuela en su pueblo? Su cabrón regional le construirá un aula (baterías no incluidas) pintadita y reluciente.
El problema es que ese dinero del cual dispone el cabrón es el dinero del cual no disponen las oficinas gubernamentales que deberían encargarse de susodichas obras. Estas oficinas son una cara vacía, sin rasgos, que se yerguen impávidas ante las válidas críticas de miles de dominicanos. Siguen su labor monótona e inhumana, ayudando a nadie y representando a nadie, mientras las caras rosadas de rubor y verdes en dólares de los cabrones cumplen a medias sus responsabilidades.
La presa, dígase, el pueblo, confundida ante el vacío existencial que representa la maquinaria gubernamental, busca ser acogida en el cálido seno de lo único que parece humano dentro del gobierno. Ahí, su falso campeón, el cabrón, le tiende una mano amiga rellena de un sudoroso fajo de billetes y borra de su memoria la angustia de no ser visto ni escuchado en un país de once millones de personas. Pero el cabrón chupa la sangre que la presa con tanta presteza le ofrece. Se hace gordo y feliz con una facilidad sorprendente y suelta sus migajas para nutrir a sus parásitos.
De esta manera, a amplios rasgos, es como un cabrón humilde y desconocido puede llegar a la prominencia de la noche a la mañana. Llegan a ostentar riquezas impresionantes, eludiendo a la justicia, haciendo burla de las presas por devorar. Aún peor, como es tan alta la cantidad de cabrones en puestos elevados del estado, se puede decir sin miedo a demasiado error que hasta la constitución está creada para potenciar la cabronería de este mezquino 1% de la población.
Claro está, de vez en cuando nace uno que otro espécimen dotado de rasgos que potencian su capacidad para la rapiña, el robo y el abuso de la población. Sus excesos dan nacimiento a lo que Nietzsche hubiese llamado el Überarschkriecher, pero que nosotros simplemente denominaremos cabronazo.
Estos ejemplares no solo violan todos los estándares de la conducta moral humana, sino que también infectan con su veneno a miembros aparentemente funcionales de la sociedad. Como ejemplo podemos poner a jueces que parecían personas sabias hasta un eventual roce con un cabronazo.
¿Existe cura para esta condición? No sabemos, a ciencia cierta, pero parece que tratar de curar al cabrón es como tratar de curar la avaricia. La esperanza yace en el hecho de que en otras tierras parecen haber llegado a un acuerdo: No intentan evitar su nacimiento, pero los eliminan al momento de mostrar sus rostros de rosa y verde al aire. Sería un gran paso, lograr borrar tantas caras impunes de tantas vallas y tantos periódicos. Y quien sabe, con un poco de valor y un montón de personas, será posible eliminar hasta a cabronazos como Félix Bautista de la faz de esta tierra.
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